A nuestra llegada al mundo le acompaña la predisposición al vínculo. Somos seres sociales. Primero establecemos lazos fuertes con nuestras figuras de apego, más adelante nos unimos a ciertos elementos concretos del contexto que nos rodea. Progresivamente le vamos otorgando valor y significado. Paralelamente se va instalando un temor. El gran temor común a todos los mortales aquí presentes: la pérdida de lo que amamos, de aquello a lo que nos hemos apegado. Bien porque quienes nos despedimos somos nosotros, nuestro adiós definitivo, bien por la muerte de seres queridos. El dolor por la pérdida es parte esencial de nuestra existencia, por mucha evitación y resistencia que le pongamos. Despedirnos es una tarea harto complicada, para la que no nos han preparado y a la que irremediablemente nos hemos de confrontar.
El proceso psicológico que acontece tras la pérdida se hace llamar duelo. ¿Toda pérdida conlleva un duelo? Diría que sí. Las respuestas emocionales que afloran tras la pérdida guardan proporción en intensidad y en duración con el valor asignado a aquello que se fue. Cuestión de minutos si perdí mi paraguas, trabajo de años si perdí a mi amor. Si la cosa se complica, el camino esperado de duelo puede alargarse, aparecer sintomatología o provocar una inadaptación a la nueva realidad; es el llamado duelo patológico.
La experiencia de duelo por fallecimiento de un ser allegado es un hecho universal. Existen otras realidades donde la pérdida está en relación a cuestiones particulares. Así por ejemplo, hablamos de duelo de vinculación en los casos de separación, divorcio, abortos y muertes; se le llama duelo de estado evolutivo en los cambios de fase de la vida como por ejemplo al entrar en la adolescencia, cuando hay emancipación, en los procesos de nido vacío, en la vejez o con la menopausia; cuando lo que se ha perdido es una parte física del cuerpo, o alguna capacidad sensorial, cognitiva, motora o psicológica, se le llama duelo por pérdida de salud; los duelos sociales se refieren al cambio de status, al desempleo, a la jubilación; y hay duelos donde el dolor está relacionado con la pérdida de algo invisible, como lo es la infertilidad cuando el deseo y proyecto vital es procrear. Como veis, los hay para todos los gustos. Se habla de fases del duelo, de acompañar en la pérdida. Esta sociedad no está muy por la labor de dejarnos sentir lo propio de esta experiencia, creo yo; opino que el duelo, hay que pasarlo. Ni patologizar, ni banalizar, ni medicar, ni dulcificar. Si acompañar, esperar, dejarse expresar. Y retomar el camino, sin ti. Todo volverá a ir bien aunque nada volverá a ser igual.
Me falta un tipo de duelo, el que he elegido como mi preferido. No es ninguna casualidad. ¿Qué pasa cuando dejas tu tierra, tu gente, tu idioma, tu cultura, tus referencias, tus proyectos en marcha, tus proyecciones de futuro, tu sitio acomodado, para instalarte en un lugar extranjero? Te vuelves inmigrante y emigrante. Nuestra capacidad para tolerar el movimiento migratorio nos viene de serie; a lo largo del proceso evolutivo nuestros antepasados ya lo hicieron a menudo, con éxito por lo visto. Pero que no nos confunda el término; un duelo bien elaborado acaba en aceptación, en cicatrización, en acomodación. Cumple una función adaptativa a través de la que acabo reencontrándome.
El día que yo emigre empezó mi propio duelo migratorio. Dentro del ranking de eventos vitales estresantes, ahí está la migración, y no es para menos. De pronto tuve que convivir con dos realidades, acoger dos identidades. “Y tú ¿en qué idioma sueñas? En los dos”. No estoy hablando de los actuales dramas de las aguas oscuras del mediterráneo, donde predominan factores de extremo riesgo, tanto por llegar como por no llegar. En semejante escenario, lo mínimo que les puede pasar a estas personas es padecer el llamado Síndrome de Ulises. No es lo mismo emigrar en patera que en barco. No es lo mismo. Yo lo hice en avión. Ya ves. Algo voluntario, cómodo, apetecible, seguro, acompañado, arropado. Y aún y todo lo tuve que pasar, mi duelo migratorio. A los años se me ocurrió, en un acto de aparente inocencia, regresar temporalmente a mi país natal. Fue en ese segundo movimiento cuando sentí que nada sería igual. Lo entendí todo. Yo no podía volver después de tantos años y pretender sentir que volvía a lo mismo; ni yo era la misma, ni mi casa era ya mi casa, ni mis intenciones para con mis orígenes eran los mismos. Se había producido una despedida. Si, claro que algo resonaba en mis genes. Contra todo pronóstico tuve que realizar un nuevo proceso de adaptación, en mi propio país, que no resultó. Volver para despedirse. Cerramos capítulo.
Nunca se vuelve, se va.
Alexandra Crettaz
Es algo que me repito a menudo «Nunca se vuelve, se va». Lo aprendi de ti 😉