El sol y la muerte, dos cosas que no se pueden mirar de frente (como dice Irvin D. Yalom en su libro “Mirar al sol”).
Qué difícil es hablar de la muerte directamente. Lo siento en terapia, cuando estáis conmigo y me explicáis la muerte de algún ser querido. Puedo ver como en algunas familias eso es un tema tabú. Algunos de vosotros venís a terapia y nunca habéis hablado de la muerte de alguien importante.
Es doloroso hablar de ello. Hablar de la muerte de nuestros seres queridos directamente lo hace más real, palpable y triste. Pero también puedo ver lo sano que resulta tener un espacio para ello. Dedicarle un tiempo y abrazar los sentimientos que la muerte despierta.
Mirar la muerte es mirar la pérdida, no solo del ser querido, sino también de lo que solíamos hacer con éste o de las expectativas de futuro que teníamos junto a esa persona. Perdemos su mirada, sus palabras, su experiencia, su aliento e, incluso, su conflicto. Pero algo nos queda, el recuerdo de todo ello. Durante el tiempo que hemos podido vivir con estas queridas personas hemos podido almacenar mensajes, expectativas, sentimientos… a los que podemos recurrir siempre que queramos.
Mirar la muerte es mirar, como dice Yalom, otro aspecto áspero que hay que afrontar con la muerte de los demás: nuestra propia muerte. Cuando un ser querido muere nos recuerda algo muy importante: “nosotros también moriremos”. Esto genera una cascada de emociones y pensamientos que muchas personas necesitan evadir o rehusar. Yo os invito a que los penséis, pues la muerte es parte de la vida. Y es que vivir es una gran responsabilidad que no se asume fácilmente.
Marta Beranuy