A finales de los 50, uno de los psicólogos más importantes de la historia, llamado Carl Rogers, rompió la baraja de la psicoterapia y centró su teoría en tres supuestos básicos comprensibles para un niño de 10 años.
El primero era la aceptación de uno mismo. Conocerse y saber qué siento, cómo es este sentimiento y hacia qué va dirigido. Y aceptarlo. Lo que nos gusta y también lo que no. La calidez o la alegría pero también el amargor o el miedo.
El segundo era la autenticidad. Colocarse delante de uno mismo y de los demás tal y cómo soy. Tal y como me siento. Rogers estaba convencido de que en sus relaciones con la gente no era útil tratar de aparentar, ni actuar exteriormente de cierta manera cuando en lo profundo de sí mismo sentía algo muy diferente. Este segundo principio le llevaba a explicar a los pacientes cómo se sentía en sesión. Un tanto arriesgado en opinión de muchos. Tanta sinceridad no debía ser buena.
Y el tercer elemento era la comprensión de la otra persona. Poder ponerse en los zapatos del otro. Y es que lo primero que nos acude cuando se acerca alguien tiene que ver con la evaluación, con el juicio. Valoramos si eso que dice es “bueno” o “malo”, “agradable” o “desagradable”, “inteligente” o “estúpido” en vez de acercarnos a lo que eso significa para la persona en cuestión. Rogers creía que eso tiene que ver con el miedo a que si nos zambullimos en su significado personal, esto nos pueda hacer cambiar. Y solemos ser conservadores en este aspecto.
Rogers, por tanto, se llevaba mejor con la idea de aceptación que con la de “algo está roto y hay que arreglarlo”. Pretendía alejarse del modelo médico en el que “esto te pasa porque algo no funciona bien en ti y tenemos que modificarlo o eliminarlo” y acercarse al “te reconozco, te escucho, te comprendo y te acepto”.
Y es justo entonces, cuando de repente, el cambio se produce. Todo el tiempo intentando no cambiar nada, comprendiendo, aceptando… y va, y se produce aquello que buscaba el cliente al entrar por la puerta hace unas sesiones. Comienza a sentirse más calmado, más tranquilo, sus relaciones personales son más auténticas, se siente libre, con más confianza. En fin, ha aprendido a cuidarse. Rogers lo ha hecho con él todo este tiempo. En cada sesión. Ahora, él, ha aprendido a hacerlo consigo mismo.
Y es que una gran parte de los problemas tienen que ver con etiquetar parte de nuestras emociones como negativas. Lo que ahora está tan de moda como emociones negativas o positivas. Pamplinas. Así, aparece el no puedo sentir miedo porque entonces soy un cobarde o estoy loco. Consecuencia, tengo miedo al miedo, o sea, ansiedad. No puedo ser tímido porque entonces tengo un problema. Consecuencia, me fuerzo a tener amigos y me vuelvo fóbico social. No puedo estar triste porque entonces soy débil. Consecuencia, trato de estar alegre todo el tiempo y desarrollo una depresión crónica. No puedo pensar en mí porque entonces soy egoísta. Consecuencia, me dedico a cuidar a los demás por temor a ser egoísta y me siento abandonado. Por mí mismo, claro.
Así, aceptarse es cambiar. La no aceptación pasa a ser aceptación. Ahí está el cambio. La paradoja de Rogers.
Fermín Luquin