Los psicólogos somos probablemente el peor gremio para defender nuestros intereses, hacernos notar o reclamar la importancia de nuestro trabajo en la sociedad. Se nos da mal lo público. Salir ahí fuera. Pero hoy haré una excepción. Lou Marinoff decía que desde Platón, el resto de filósofos lo único que han hecho ha sido escribir notas al margen de su obra. Afinándola, cuestionando algún concepto… pero que, en el fondo, está todo dicho.
Me aventuro a decir que con la psicología pasa algo parecido. Después de los grandes como Freud, Rogers, Skinner o Bateson, el resto escriben apuntes en el margen de sus obras. Interesantes, pero apuntes al fin y al cabo. Hasta el 30 de octubre todavía quedaba vivo uno de ellos. Se llamaba Salvador Minuchin y murió casi con 100 años. Era argentino y vivió durante muchos años en Estados Unidos. Minuchin fue uno de los pioneros de la terapia familiar. Entendió que para trabajar con menores que tenían problemas resultaba mucho más interesante y efectivo traer a la familia a trabajar. Porque la familia era el espacio en donde se producía el motor del cambio. La emotividad, la pertenencia y los movimientos posibles y necesarios hacia la individualidad.
Minuchin vinculó estrechamente el malestar del hijo (paciente designado o chivo expiatorio, según él) con el funcionamiento familiar. Así, cambiando las relaciones y la estructura de la propia familia, el problema del menor se resolvería. Desarrolló toda una teoría y una técnica al respecto. Habló de alianzas entre miembros de la familia, coaliciones de unos contra otros, subsistemas familiares, familias desligadas o aglutinadas… Habló del poder, de la sumisión, de la lealtad entre los miembros y entendió que esta misma estructura se desarrollaba en la propia sesión por lo que los cambios, y esto es muy interesante, había que realizarlos dentro del despacho.
Si los padres se sentaban con el paciente identificado entre ellos, Minuchin pedía permiso para sacarlo y sentarlo junto a sus hermanos. Si la hija consumía droga y los padres se sentían incapaces, les pedía en sesión que demostraran su autoridad haciéndole vaciar los bolsillos a la menor. Y si la familia estaba demasiado junta como para permitir el acceso a la individualidad les pedía que retrasan las sillas un metro hacia atrás y dejaran más espacio. Conectando en todo momento con el sentimiento de cada uno de los miembros. Una serie de intervenciones directivas que permitían realizar un cambio in situ que después se llevaban todos a casa.
Minuchin sabía cómo entrar en la familia. Decía que eso era lo más importante. Respetar las reglas implícitas, aunque patológicas al principio para después, poder realizar cambios. No es raro que de las tres grandes escuelas de terapia familiar, dos fueran latinas. Y es que nuestros hijos están mucho más vinculados a la familia que los del mundo anglosajón. Y las relaciones, salvo contadas excepciones, se nos dan mejor. Ahora, cuando un niño sufre, los psicólogos llamamos a la familia y el cambio se produce en un espacio breve de tiempo. Fue un visionario. Un hombre cercano, amable y profundamente sabio que supo mezclar el genio argentino con el pragmatismo y la estructuración anglosajona. Gracias Minuchin y hasta siempre.